En el Perú, la iniciativa privada es libre y se ejerce en una economía social de mercado. Bajo este esquema, el Estado “orienta” el desarrollo del país y actúa principalmente en áreas de promoción del empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura, a través de regulaciones básicas que permitan su adecuada ejecución y beneficio social.

Asimismo, el Estado peruano –según la Constitución– “estimula” la creación de riqueza y garantiza las libertades fundamentales: libertad de empresa, comercio, industria, trabajo, contratación, inversión y demás, con la única reserva de que este ejercicio no sea lesivo a la moral, salud pública y seguridad. Es decir, vivimos en un estado pleno de derecho, en el cual las “libertades” son primordiales para nuestro crecimiento y competitividad.

En este contexto, la llamada “justicia tributaria” gira en torno a la política financiera y redistributiva que significa el pago y recaudación oportuna y justa de impuestos, pues sin ellos el Estado no tiene ingresos para sustentar los gastos que las demandas sociales generan, principalmente en infraestructura y servicios, a favor de toda la población. Así, en nuestro país, la presión tributaria en el 2018 alcanzó, en promedio, 14 % del PBI frente al 25.1% de países de la OCDE.

El grueso de nuestra recaudación proviene de impuestos indirectos como el IGV, cuyo monto para el 2018 fue de más de S/ 61,000 millones (8.2% del PBI) mientras que el Impuesto a la Renta ascendió a cerca de S/ 42,000 millones (5.6% del PBI). A diferencia de lo que sucede en diversos países del mundo, el IR en el Perú es aportado mayoritariamente por las empresas (65%) versus 35% de las personas, para quienes las tasas impositivas mínimas ascienden a 8%, muy por debajo del 10% que registran los países de la OCDE.

Según el Banco Mundial, un país en vías de desarrollo produce 35% del PBI en el sector informal, en el Perú, la cifra es de 60%. La microempresa representa el 96.5% y la pequeña empresa apenas 0.1%, y la informalidad campea, bordeando el 75%, “informalidad” que no tributa y no contribuye, por ende, al fondo común que sirve para reducir la desigualdad.

Así las cosas, tenemos que, en el Perú, solo el 30% de la PEA empleada declara IR a la Sunat, y de ellos solo el 10% tributa bajo el régimen de cuarta o quinta categoría, es decir, la obligación se reduce solo a aquellos con ingresos mensuales mayores a S/ 2,000.00 al mes, a pesar de que el salario promedio nacional es de aproximadamente S/ 1,660.00.

Las tasas de imposición tributaria personales se manejan sobre márgenes de 8%, 14%, 17%, 20% o 30%, según el volumen de ingresos. Es decir, queda claro que, en nuestro país, son los que más ganan y las grandes empresas con mayores ingresos las que tributan “más”. Por eso, el principio constitucional es el de estimular la creación de riqueza y no redistribuir pobreza, en realidad.

En el 2018, los márgenes de evasión fiscal han continuado muy altos y provienen principalmente de la evasión de IGV, la cual asciende a S/ 22,000 millones al año y significa casi el 36% del total de la recaudación nacional. El IR no se queda atrás, y registra también un altísimo nivel de evasión que alcanza más de S/ 35,000 millones al año. Es decir, un estimado de evasión en el pago de tributos, mayor a S/ 57,000 millones anuales, importante suma de dinero que no entra a las arcas fiscales para “redistribución”.

El Perú es un país que registra “desigualdad”, pero se trata de un asunto de repercusión mundial, en realidad, y resulta además importante distinguir entre “pobreza” y “desigualdad”: la pobreza se vincula con el ingreso medio de una sociedad, la desigualdad, con la distribución.

Por ello, como dicen conspicuos economistas mundiales, se puede tener países pobres muy desiguales, pero también países de ingresos medianos o altos, con altos niveles de desigualdad. Aun así, la desigualdad de los ingresos, según cifras del Banco Mundial, pone al Perú en la foto, por debajo de países vecinos como Bolivia, Ecuador, Chile, Colombia y Brasil.

Reducir la desigualdad no pasa, ciertamente, por criticar a los que obtienen riqueza, comparándolos con los que tienen menos o viven en pobreza, sino que pasa por estimular la creación de condiciones necesarias para generar mayor productividad, mejores ingresos, ciudadanos bien nutridos, sanos, educados, mayores fuentes de trabajo y, de esta manera, estimular la generación de mayor riqueza que aumente los márgenes de contribución y, por ende, los de redistribución a través de los canales correspondientes del Estado.

Solo generando riqueza y no “penalizándola” o “satanizándola” se lograrán reducir brechas de servicios públicos e infraestructura, necesarios para prosperar. La justicia tributaria no pasa, entonces, por criticar la riqueza, sino por promover y estimular su creación. La “justa” contribución de los ciudadanos de un país para con la “justicia tributaria” queda demostrada en las cifras y no en historias de lamentos, informalidad y evasión

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